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“Aportó desde Chile. Y, sin cohibirse, con la dignidad de saber lo que se puede lograr desde aquí para la ciencia mundial. Y, sin grandiosidades, con sencillez….”.

“Yo no lo conocía -me explica el Dr. Andrés Couve a la salida del funeral del Dr. Mario Luxoro en el cinerario del Parque del Recuerdo- “vine por el hecho, por el ente que representa, porque estos instantes hacen comparecer lo que queremos ser, no por nosotros, sino que por la universidad, por la ciencia, por Chile”.

El Dr. Luxoro murió a los 90 años, hace una semana hoy.

Como el Dr. Couve, muchos salíamos conmovidos. Un calor de 32 grados. Nadie estaba ahí por aparentar.

El hijo agradeció haberlo tenido de padre. Y agregó que, en realidad, el Dr. Luxoro había tenido más hijos, sus alumnos y discípulos. Ahí estaban.

“Estoy desolado”, confesó el rector de la Universidad de Chile, el Dr. Ennio Vivaldi.

El rector tomó la palabra y brotó lo que el Dr. Couve buscaba: habló desde su investidura.

Habló de “Mario” como alguien indescriptible solo en blanco y negro; se requieren todos los colores para pintar su ímpetu, su espontaneidad, su pasión, su enorme valentía.

Dijo que el Dr. Luxoro no era de esos que deben juntar fuerzas para expresarse, sino que de aquellos que sufren cuando deben contenerse. Daba rienda a su valor en los momentos más difíciles.

“Mucha gente le debe la vida”, dijo el rector. Además de la vida biológica, reflexionó, muchos le deben la vida que representa la defensa intelectual de la universidad, de los valores que la impulsan, cuando todo la hacía peligrar.

Al fondo, los instrumentos en reposo de los músicos marcaban los silencios. Como si fuéramos tripulación de un barco que enterraba, mutis, a uno de sus oficiales. Y el rector marcaba los hitos.

Aportó desde Chile. Y, sin cohibirse, con la dignidad de saber lo que se puede lograr desde aquí para la ciencia mundial. Y, sin grandiosidades, con sencillez.

Es uno de los fundadores de la Facultad de Ciencias, del hacer ciencia como ciencia, lo que lo pone a la altura de Bello, y de Domeyko y su empeño por hacer ciencia desde el país, celebró el rector.

Terminó con su “Estoy desolado; era una de las personas más queribles que he conocido”.

El Dr. Ramón Latorre, su discípulo, recordó momentos de pánico porque el Dr. Luxoro en jeep descalificaba como mal chofer a quien recurría a los frenos. El maestro fuerte: capaz de cargar refrigeradores pisos arriba; o él solo, un balón de 45 kilos.

Recordó los comienzos en la estación de Montemar, edificio clave entre Reñaca y Cochoa. “Mario siempre estuvo ahí; nunca la dejó”. Y pidió recuperar esa casa nuevamente “para este gigante”.

El Dr. Yedy Israel habló quedo: “Gracias a tus conocimientos marcaste lo que pude hacer”. Y el Dr. Juan Bacigalupo, otro discípulo, lo recordó como meticuloso, riguroso, gran investigador experimental.

“Lo conocí cuando con un grupo íbamos a su laboratorio para comenzar a trabajar. El lugar era un desierto, salvo alguien de delantal y bigote, bajo un mesón y con una enorme llave inglesa. Se le pregunta: ‘¿dónde estará el Dr. Luxoro?'”

-“¡El doctor Luxoro soy yo!”- tronó el vozarrón del robusto y pequeño gigante de la universidad.

Fuente: Blog el mercurio